Mar Calamidad

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A veces pienso que ese nombre, que tomé prestado por casualidad de un libro de poemas de alguien a quien, lo siento, no recuerdo, fue una premonición.

 

Lo cierto es que ni en mis peores sueños pensé que mi vida se paralizaría como lo hizo el 27 de septiembre de 2010.

 

Un cáncer de colon (curioso, ni soy hombre ni soy mayor de 45 años), una operación de urgencia, un tratamiento de quimioterapia… un miedo, uno solo, pero enorme: morir.

 

No quería, no estaba preparada y no me daba la gana, en definitiva. Siempre he sido algo terca y tal vez eso me ayudó.

 

A veces lo recuerdo como un sueño, o como algo que me hubiesen contado pero que no hubiese protagonizado yo. Los pasillos del hospital, el olor, los rostros grises, las pelucas, los pañuelos… el terror, reflejado en todas partes, en todos nosotros.

 

Y cuando parecía que la pesadilla acababa (o al menos, disminuía en intensidad) volví a empezar. Otro cáncer, otro quirófano, esta vez en lugar de quimio, radioterapia…

 

Como veréis no, no ha sido fácil. Y sigue sin serlo. Estoy bien, eso dicen mis revisiones y tan sólo un físico que no reconozco y ese eterno miedo, han quedado de este mal viaje.

 

Miento. Y una certeza: que con una sonrisa, abrazo, una mirada cómplice todo, hasta un cáncer, es más llevadero.

 

Lecciones de vida, de dignidad, de fuerza encontré desde el primer momento, con tan sólo mirar a los que ocupaban las otras camillas del hospital de Día.

 

Y una clase magistral: la del amor de los que me quieren y estuvieron ahí hicieron el resto.

 

¿Supermujer? No… Supermujeres encontré muchas, sin ir más lejos mi madre, mi hermana… ¿Yo? Yo solo soy una enamorada de la vida.

RENACER

Respirar, comer, dormir, andar, trabajar, a veces, hasta reir. Era capaz de todo eso y, aparentemente, lo hacía bien, nadie notaba que en realidad no vivía. Estaba muerta. Muerta por dentro. Es muy difícil seguir viva cuando te han despedazado, cuando tienes el corazón hecho migajas y te obligas a seguir adelante por los tuyos, por los que te rodean. Porque sientes que no puedes seguir preocupándoles ahora que por fin eres libre.

Y sigues caminando, aunque sientas que ya no te queda ningún sendero por recorrer, que no te espera nada al final del trayecto. Los demás no se dan cuenta. No lo permites. Siempre bromeando, siempre con una sonrisa en la cara…

Sin embargo, un día, cuando menos te lo esperabas, cuando creías estar totalmente blindada, protegida dentro de tu propia coraza de aparente fortaleza, alguien llegó y supo derribar esos muros con ternura, paciencia, cariño y humor.

Y ahora, cuando ya creías que no había esperanza, que tu vida seguiría siendo ese deambular sin rumbo a través del camino de una soledad no elegida, no disfrutada, sientes que puede caminar de la mano de alguien y no tener miedo. Y te sientes protegida. Ahora sí, ahora vives, cuando ya creías que no podrías e incluso que ya no tenías derecho.

Pero ahora sí, ahora toca disfrutar lo que no pudiste. La ilusión de un amor que te hace sentir adolescente cuando hace mucho que dejaste atrás esa etapa. Te han devuelto la ilusión, la alegría y la fuerza. Has descubierto que se puede sentir amor sin miedo, que el miedo con amor no es amor, es solo miedo y con miedo no se puede vivir.

Ahora sí, ahora te toca vivir y soñar, soñar que todavía queda mucho camino por recorrer. Porque lo mejor está por llegar.

Cruce de miradas

Los domingos cruzaban sus miradas en la plaza. Ella, en el sentido de las agujas del reloj, él, al contrario. Las semanas de duro trabajo eran insoportables, eternas, pero la espera merecía la pena. El domingo se cruzaría con él.
Sus ojos se encontrarían, cómplices, sentirían esa maravillosa sensación en el estómago, el mundo se pararía. Solo durante unos segundos, hasta el siguiente cruce de caminos.
No era fácil mantener la compostura. Tenía que conservar el ritmo, no ir muy despacio pues  la gente notaría sus nervios, pero tampoco muy rápido, porque entonces esos segundos se reducirían a un suspiro.
Así, meses, hasta que un día, él se decidió a dar el paso y hablar con ella. Sintió que todo le daba vueltas. Casi se desmaya. Era guapísimo, elegante, no muy alto y con la nariz pequeña, pero ella sabía que era él. A partir de ese día, las semanas empezaron a pasar más lentas, sólo pensaba en el momento de verle, de estar juntos. No tenía hambre, ni sueño ni ganas de hablar con nadie que no fuera él. Por fin alguien que la quería a ella sola… o eso la hizo creer.
Cuando descubrió que su amor les había llevado demasiado lejos para los cánones de la época, él confesó toda la verdad. Estaba casado y tenía un hijo. Ella, que vivía por y para él, no había visto más allá ni había notado los chismorreos a su paso. Al fin y al cabo, no era una ciudad tan grande, todo el mundo se conocía. Menos ella, sola en la capital, trabajando a jornada completa, absoluta disponibilidad. Excepto los domingos. Malditos domingos.
La noticia fue un jarro de agua fría, creyó que el suelo se hundía bajo sus pies, pero sacó fuerzas y se marchó. Tendría a ese hijo, pasara lo que pasara. Siguió trabajando hasta el límite de sus fuerzas. Tanto, que la niña nació en la calle, no le dio tiempo a llegar al hospital. Días después, juntas, a pesar de la presión de las monjas del hospital, se fueron a Madrid. Nada ni nadie las separaría.
Así, sin nada más que su cuerpo para salir adelante, fue a ofrecer lo único que tenía, necesitaban madres que alimentaran a otros niños que no tenían la suerte de tener quien les cuidara. Las monjas le aconsejaron volar sola, dejar allí a la niña, para que la criara una “buena familia”, pero ella siguió exprimiendo sus pechos hasta conseguir salir de allí por sus propios medios.
No fue fácil, mujer soltera, sin recursos, sin estudios y con una niña. La única salida que le propone el destino es el matrimonio. Un matrimonio de conveniencia. Ella, podrá salir de la maternidad. Él, cumplir una promesa hecha a su madre en el lecho de muerte. Una salida, sí, pero a muy alto precio.
Tuvo suerte, era un buen hombre y, a su manera, la quería. Juntos formaron una familia, trabajando duro, pero juntos.
Él, el único, el primero, la buscó y la encontró. Durante años, hasta que ella murió, quiso que ella dejara todo por él. Pero era demasiado tarde. Ella ya no necesitaba a nadie. Se tenía a sí misma. Era una supermujer.
Esa supermujer era mi abuela.